Los colores tienen cualidades sociales, les asignamos aquello a lo que su tono nos evoca ya sea por intensidad o convicción, piénsese en estar rojos de ira, ponerse blanco del susto, o en una dimensión más dañina, verdes de envidia. No por nada cuando se piensa en verde es fácil considerar agentes corrosivos o tóxicos, como el verde que se va haciendo paso en el cobre, o las botellas de veneno representadas desde siempre en los cuentos de infancia como sendos contenedores de vidrio llenos de un líquido verde demasiado reactivo para ser tratado como asunto de cotidianidad, a sabiendas también acompañado de la fama que le preceden licores alucinógenos cotizados por los poetas parisinos del siglo XX como la absenta, el “hada verde”.
Aunque no todo es malo, el verde característico de los primeros brotes de la primavera augura en numerosas cultura la llegada de frutos, flores (nuevos colores) y con ellos la esperanza, la era de los 70 nos ofreció el verde como el color bajo el que se presentaba Greenpeace apuntando hacia la transformación de un pensamiento humanista ecológico, y ya en el siglo XVIII pensadores como el crítico de arte John Ruskin posicionaban a este en una esfera definitivamente transformadora; “Yo no lo pudo llamar color… Primero es una antorcha y luego una esmeralda”, escribiría el autor.
Pero el verde ha sido un color muy presente en el arte sobre todo desde la edad media, se manifiesta como un huésped silencioso alojado a la sombra de otros colores y por contraste, pese a no ser evidente, se camufla entre bodegones, paisajes y rostros a través de cálidas veladuras.
De hecho, la mayoría sino todos los retratos de calidad producidos desde el período alejandrino hasta el día de hoy tienen como base cromática el verde y si uno se detuviese a raspar la superficie de las pieles en los cuadros con un bisturí, meticulosamente y ojalá sin otros fines que los restaurativos, pronto daría con una primera capa de piel de apariencia enfermiza y verduzca, maravillosa, sin embargo. Esa capa ligera y frágil, que sostiene sobre sí muchos otros pigmentos bastante más protagónicos, se llama verdaccio. Un compuesto que antaño se producía con tierra verde cuya función es dar una base natural a las pieles cálidas, rosadas, o bien morenas, pero con matices rojos propios de la carne, por contraste. Un método si bien elemental que requiere precisión y manejo fino de los colores, indicativo del grado de maestría con el que un pintor era capaz de resolver un retrato con el volumen suficiente para no representar a los vulnerables retratados como una versión medieval de los Simpson (plana y amarillenta).
En tal sentido, numerosos artistas han conseguido situar sus nombres en los más deseables salones del mundo a través de la frescura con la que su pintura representa a los personajes insignies de cada época, por lo menos o en mayor escala, antes de la llegada de la fotografía.
Jean Baptiste Pater fue uno de los iluminados por el verde, nacido en 1965 hijo de un escultor se preocupó por evocar el volumen a través del pincel con la maestría propia que le precedía.
Hay algo en la pintura de Pater que es cautivante, ya sea por las pinceladas resolutivas y con poco difuminado que por contraste van armando entre sí, pieles, vestidos y rostros, descaradamente modernos para su tiempo, por su paleta de colores, lo suficientemente lumínica para presentar personajes bañados de luz incluso en escenas con tintes tenebristas, o a su gusto por los retratos de grupos expuestos al goce y la celebración, presta al coqueteo y las gracias joviales propias del rococó, pero hay algo todavía más cautivante, Pater hace todo esto sobre y desde el verde.
Esta es una de las magias que ofrece la pintura clásica, mezclas de color globales y ópticas hoy buscadas con desesperación por los mejores animadores digitales. Mírese con especial atención A fête galante, obra perteneciente a la sala clásica de Museo Ralli Santiago. En la escena tres caballeros cortejan a tres damas en un momento intimista; a la derecha una joven de vestido rosa se deja cautivar por la literatura y la música de su pretendiente, casi absorto en la oscuridad, apenas visible por la manga verde oro con la que sujeta la flauta. Al centro una dama conversa con su amante mientras se abanican, y a la izquierda dos jóvenes se abrazan en lo que parece un encuentro presto a avecinar un tímido beso.
Todos los personajes pese a la variedad de sus colores tienen un matiz verde intrínseco que se asoma desde alguno de sus ángulos, es el verdaccio, prueba de la maestría con la que Jean Baptiste Pater podía construir una escala de colores a partir del verde.
Pero hay un personaje todavía más relevante, disimulado entre los participantes de la reunión y que revela un maravilloso secreto expuesto; al fondo, un busto de mujer se alza sobre los participantes y lo más increíble es que conserva los tonos verdes propios en estado puro, sin pretenciones y tocado brevemente por la luz del sol en la base inferior.
Este maravilloso milagro de la luz ocurre en una obra al óleo sobre papel de 31 x 41 cm, resistiendo el tiempo y la lógica de la visión desde hace 300 años, en la quietud de la sala clásica junto a otras obras curadas por su maestría, ¿Qué otros secretos encierran? ¿Hay otros tesoros verdes junto a este? ¿Cuántos? ¿Veríamos el mundo en una realidad aumentada, si cada color que nos rodea tuviese de fondo un verde presto a seducirnos o hipnotizarnos? ¿Es así como funciona la naturaleza? ¿En que pensaban los personajes pintados?.
Las respuestas nos esperan pacientemente en el museo, son los designios del presente y el futuro, contados por los maestros de ayer desde su sincero, y verde, espíritu